Ampliado
Una persona humilde y mansa es una persona que sirve a Dios de corazón. No importa la alta posición profesional o social que hayamos alcanzado en este mundo, cuando pasamos los atrios del templo nos convertimos en almas necesitadas de Dios. El Señor no pide profesionalismo de sus hijos, sino corazones contritos y humillados ante su santa presencia.
En la epístola a los Filipenses, el apóstol Pablo exhorta al Pueblo de Dios que: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo Jesús” (Fil. 2:5). Entre muchas facetas del sentir que hubo en nuestro amado Salvador, y siendo menester que éste more en nosotros, vamos a centrarnos en la humildad, la mansedumbre, la comunión y por último la visión.
I. HUMILDAD Y MANSEDUMBRE
El Señor Jesucristo dijo a los suyos: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29). Cuando somos regenerados por Dios, el nuevo hombre que nace en nosotros es portador de dos cualidades: la mansedumbre y la humildad. Es tal la maldad que ha inundado a este mundo y las provocaciones que ésta engendra, que un cristiano no podrá permanecer en la gracia si no posee ambas cualidades.
Una persona humilde y mansa es una persona que sirve a Dios de corazón. No importa la alta posición profesional o social que hayamos alcanzado en este mundo, cuando pasamos los atrios del templo nos convertimos en almas necesitadas de Dios. El Señor no pide profesionalismo de sus hijos, sino corazones contritos y humillados ante su santa presencia.
Jesucristo vino a esta Tierra para servir, y esto implicó que se humillara hasta lo sumo. En efecto, tuvo que despojarse de su vestidura de gloria divina, la cual el profeta Isaías vio en visión cuando se encontraba en el templo; también tuvo que abandonar los cielos, la adoración de los ángeles que Él mismo motivaba, y encarnarse en un cuerpo humano. Todo esto, porque nuestro amado Salvador decidió venir a este mundo para cumplir la misión redentora que le encomendó el Padre. “Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz.” (Fil. 2:6-8).
“E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios ha sido manifestado en carne” (1 Ti. 3:16). “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, pero los suyos no le recibieron.” (Jn. 1:9-11). No sólo dejo su trono de gloria para hacerse hombre; sino que escogió a una joven pobre y humilde para traerlo a este mundo, nació en un establo, se crió en una familia de carpinteros, y ejerció aquel oficio hasta los treinta y tres años de edad.
Asimismo, Cristo nunca tuvo nada propio, sino que durante toda su vida le estuvieron prestando, desde el útero de María, el establo donde nació, el pollino que usó para su entrada triunfal a Jerusalén, el aposento alto en el cual celebró la última cena con sus apóstoles, hasta la tumba de José de Arimatea donde lo sepultaron después de su muerte en la cruz.
El Hijo de Dios no vino a la Tierra para ser servido por los seres humanos, sino para servirlos; y siendo Él puro, santo e inmaculado se mezcló con los pecadores, y permitió que aquellos hombres indignos lo tocaran y lo abrazaran. Y es más, siendo siervo, sufrió la muerte vergonzosa que los romanos reservaban a los peores criminales: la cruz.
Aun cuando su ministerio en la Tierra alcanzó la cúspide, Cristo nunca dejó de ser humilde. Las multitudes le seguían y en algunas ocasiones hasta quisieron coronarlo rey, y ciertamente tenía que ser halagador de ver millares de personas sentadas a sus pies durante horas escuchando sus enseñanzas. No obstante, Él nunca permitió que los logros terrenales lo tambalearan; es más, ni siquiera se jactaba de sus virtudes, cuando le llamaban “Maestro bueno”, Él contestaba que no había otro bueno sino Dios el Padre.
II. COMUNION
En lo que a la comunión se refiere, el Pueblo de Dios también debe tener el mismo sentir que hubo en Cristo. Es menester que nos amemos los unos a los otros, pero el amor no puede fluir en nosotros si primero no amamos a aquel que nos salvó.
“El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él… El que me ama mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama, no guarda mis palabras…” (Jn. 14:21, 23-24). La Palabra de Dios no ha de ser cuestionada, sino vivida. La persona que no ama al Señor tiene en ella una tendencia a la rebelión, la insubordinación, la protesta, la queja, el pleito, la querella.
Dios siempre ha sellado los pactos con su pueblo por medio de la sangre. En Éxodo 24:8, el pueblo de Israel se comprometió a obedecer los mandamientos de Dios, y después de haber hecho esta promesa Moisés los roció con sangre; de la misma manera Cristo selló el pacto con Su iglesia por medio de la sangre, cuando instituyó la Santa Cena (Lc. 22:20). En el instante cuando fuimos rociados con la sangre del Cordero, realizamos un pacto de obediencia y de entrega de nuestras vidas ante los ojos de Dios.
El amor que el cristiano auténtico profesa a Dios es incondicional y sobrepasa al que pueda sentir por cualquier persona o cosa. Cristo dijo a Sus discípulos que si éstos no le amaban más que a su propia familia, no eran dignos de Él.
En Juan 3:16, leemos: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” El amor que Dios tuvo por el hombre fue tan grande e incondicional.
Dios planeó la redención del hombre, y formuló la pregunta: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?”, Cristo respondió: “Heme aquí, envíame a mí” (Is. 6:8). Mas, dado que Dios el Padre le permitió venir a cumplir esta misión redentora en la Tierra, Jesucristo vino para reconciliar al mundo con Dios, y fue obediente en todo hasta la muerte (Fil. 2:8). Tengamos, pues siempre presente que el amor y la obediencia son inseparables, y deben morar en el cristiano.
III. VISION
¿Qué fue lo que motivó a Cristo a realizar el sacrificio en la cruz del Calvario? ¿La fama? Por supuesto que no, por cuanto todo aquello con lo que Jesús tuvo contacto se ha hecho famoso y se ha convertido en un objeto de adoración, como por ejemplo: el establo de Belén donde nació, la virgen que lo concibió, la cruz donde murió y la tumba donde fue sepultado.
Esa misma visión ha de prevalecer en el cuerpo de Cristo: el amor por las almas, y el deseo de obedecer al mandato que nuestro Salvador nos encomendó de ir por todo el mundo y de hacer discípulos de todas las naciones (Mt. 28:19).