Antes de la Reforma hubo tiempos en que no existieron sino muy pocos ejemplares de la Biblia; pero Dios no había permitido que su Palabra fuese destruida completamente. En los diferentes países de Europa hubo hombres que se sintieron impulsados por el Espíritu de Dios a buscar la verdad como un tesoro escondido, y que, siendo guiados providencialmente hacia las Santas Escrituras, estudiaron las sagradas páginas con el más profundo interés. Entre ellos, el inglés John Wycliffe, conocido como el alba de la Reforma, tuvo el honor de ser el heraldo de la Palabra no sólo para Inglaterra sino para toda la cristiandad.
Wycliffe, nacido alrededor de 1320, recibió una educación liberal y para él el amor de Dios fue el principio de la sabiduría. Se distinguió en el colegio por su ferviente piedad, a la vez que por su talento notable y su profunda erudición. Se educó en filosofía escolástica, en cánones de la iglesia tradicional y en derecho civil. En sus trabajos posteriores le fue muy provechosa esta temprana enseñanza. Debido a su completo conocimiento de la filosofía especulativa de su tiempo, pudo exponer los errores de ella, y el estudio de las leyes civiles y eclesiásticas le preparó para tomar parte en la gran lucha por la libertad civil y religiosa.
Hombre de fe
Cuando la atención de Wycliffe fue dirigida a las Sagradas Escrituras, se consagró a escudriñarlas con el mismo empeño que había desplegado para adueñarse por completo de la instrucción que se impartía en los colegios. Hasta entonces había experimentado una necesidad que ni sus estudios escolares ni las enseñanzas de la iglesia tradicional habían podido satisfacer. Encontró en el mensaje de Dios lo que antes había buscado en vano. Allí halló revelado el plan de la salvación, y vio a Cristo representado como el único Salvador para el hombre. Entonces, se entregó al servicio del Señor y resolvió proclamar las verdades que había descubierto.
Wycliffe discernía los errores con mucha sagacidad y se oponía valientemente a muchos de los abusos sancionados por la autoridad de Roma. Mientras desempeñaba el cargo de capellán del rey, se opuso osadamente al pago de los tributos que el papa exigía al monarca inglés, y demostró que la pretensión del pontífice al asumir autoridad sobre los gobiernos seculares era contraria tanto a la razón como a la Biblia. Las exigencias del papa habían provocado profunda indignación y las enseñanzas de Wycliffe ejercieron influencia sobre las inteligencias más eminentes de la nación.
Pronto fueron lanzados contra Wycliffe los rayos y las centellas de la iglesia tradicional. Tres bulas fueron enviadas a Inglaterra: a la universidad de Oxford, al rey Ricardo II y a los prelados, ordenando todas que se tomaran inmediatamente medidas decisivas para obligar a guardar silencio al maestro de herejía. Sin embargo, antes de que se recibieran las bulas, los obispos, inspirados por su celo, habían citado a Wycliffe a que compareciera ante ellos para ser juzgado; pero dos de los más poderosos príncipes del reino le acompañaron al tribunal, y el gentío que rodeaba el edificio y que se agolpó dentro de él dejó a los jueces tan cohibidos, que se suspendió el proceso y se le permitió a Wycliffe que se retirara en paz.
Santas Escrituras
John Wycliffe vivió lo bastante para poder dejar en manos de sus connacionales el arma más poderosa contra Roma: la Biblia, el agente enviado del cielo para libertar, alumbrar y evangelizar al pueblo. Muchos y grandes fueron los obstáculos que tuvo que vencer para llevar a cabo esta obra. Se veía cargado de achaques; sabía que solo le quedaban unos pocos años que dedicar a sus trabajos, y se daba cuenta de la oposición que debía arrostrar, pero animado por las promesas del Altísimo, siguió adelante. Estaba en pleno goce de sus fuerzas intelectuales y enriquecido por mucha experiencia, el amor del Salvador le había preparado para la mayor de sus obras.
En 1382 acabó la primera traducción de la Biblia que se hiciera en inglés. De este modo, el Libro de Dios quedó abierto para Inglaterra. El reformador ya no temió más la prisión ni la hoguera. Había puesto en manos del pueblo inglés una luz que jamás se extinguiría. Al darles la Biblia a sus compatriotas había hecho más para romper las cadenas de la ignorancia y del vicio, y para libertar y engrandecer a su nación, que todo lo que jamás se consiguiera con las victorias más brillantes en los campos de batalla. Como todavía la imprenta no era conocida, los ejemplares de la Biblia no se multiplicaron sino mediante un trabajo lento y enojoso.
La obra de Wycliffe quedaba casi concluida. El estandarte de la verdad que él había sostenido por tanto tiempo iba pronto a caer de sus manos; pero era necesario que diese un testimonio más en favor del Evangelio. La verdad debía ser proclamada desde la misma fortaleza del imperio del error. Fue emplazado Wycliffe a presentarse ante el tribunal papal de Roma, que había derramado tantas veces la sangre de los santos. Por cierto que no dejaba de darse cuenta del gran peligro que le amenazaba, y sin embargo, hubiera asistido a la cita si no se lo hubiese impedido un ataque de parálisis que le dejó imposibilitado para hacer el viaje.
Heraldo del Señor
Pero si su voz no se iba a oír en Roma, podía hablar por carta, y resolvió hacerlo. Desde su rectoría, el reformador escribió al papa una epístola que, si bien fue redactada en estilo respetuoso y espíritu cristiano, era una aguda censura contra la pompa y el orgullo de la sede papal. Wycliffe estaba convencido de que su fidelidad iba a costarle la vida. El rey, el papa y los obispos estaban unidos para lograr su ruina, y parecía seguro que en pocos meses a más tardar le llevarían a la hoguera. Pero su valor no disminuyó.
No obstante, la providencia de Dios velaba aún por su siervo, y el hombre que durante toda su vida había defendido con arrojo la causa de la verdad, exponiéndose diariamente al peligro, no había de caer víctima del odio de sus enemigos. Wycliffe nunca miró por sí mismo, pero el Señor había sido su protector y ahora que sus enemigos se creían seguros de su presa, Dios le puso fuera del alcance de ellos. En su iglesia de Lutterworth, en el momento en que iba a dar la comunión, cayó herido de parálisis y murió al poco tiempo, el 31 de diciembre de 1384.
Wycliffe surgió de entre las tinieblas de los tiempos de ignorancia y superstición. Nadie había trabajado antes de él en una obra que dejara un molde al que Wycliffe pudiera atenerse. Suscitado como Juan el Bautista para cumplir una misión especial, fue el heraldo de una nueva era. Con todo, en el sistema de verdad que presentó hubo tal unidad y perfección que no pudieron superarlo los reformadores que le siguieron, y algunos de ellos no lo igualaron siquiera, ni aun cien años más tarde. Echó cimientos tan hondos y amplios, y dejó una estructura tan exacta y firme que no necesitaron hacer modificaciones los que le sucedieron en la causa.
El gran movimiento inaugurado por Wycliffe, que iba a libertar las conciencias y los espíritus y emancipar las naciones que habían estado por tanto tiempo atadas al carro triunfal de Roma, tuvo su origen en la Biblia. Era ella el manantial de donde brotó el raudal de bendiciones que como el agua de la vida ha venido fluyendo a través de las generaciones desde el siglo XIV. Con fe absoluta, Wycliffe aceptaba las Santas Escrituras como la revelación inspirada de la voluntad de Dios, como regla suficiente de fe y conducta. Se le había enseñado a considerar la iglesia de Roma como la autoridad divina e infalible; pero se apartó de ella para dar oídos a la santa Palabra de Dios.