Fue cabecilla de peligrosas bandas delictivas en Guayaquil y consumidor empedernido de drogas. Este hombre que tuvo una juventud signada por el pecado, jamás imaginó que llegaría al camino de Cristo. Ciego y desvalido se entregó en manos del Salvador y ahora es un esforzado hombre de fe.
Susan Amau
Una tarde de 1981, Raúl Francisco Flores Rodríguez, conocido como “Paco”, el mayor de cinco hermanos, jugaba fútbol en la calle de su barrio. “Dios te bendiga”, le dijo un hombre que extendió su brazo dándole la mano. El amor que reflejaba la mirada del pastor dejó sorprendido al muchacho. Jamás, hasta ese entonces, había visto predicar el Evangelio en su distrito.
Los misioneros invitaron a todos los niños de las calles aledañas a la escuelita dominical. En ese lugar, decenas de niños aprendieron a cantar, jugar, reír, orar y escuchar la Palabra de Dios. Días después, los padres de los niños fueron invitados a la iglesia para escuchar el mensaje de Salvación. Shaine Rodríguez Andrade, la madre de Paco, acudió por curiosidad y su vida cambió por completo. A partir de ese día, jamás se apartó de Dios, entregó su vida a Cristo y se convirtió en una de las fundadoras de la Obra del Movimiento Misionero Mundial en Guayaquil.
La conversión de su madre tomó a Paco por sorpresa. Era bueno ir a la iglesia de vez en cuando, pero aceptar al Señor en su corazón significaba algo que ni siquiera había pensado. Por alguna razón no quería que su madre sirviera a Dios y, sin explicación alguna, emprendió un camino muy distinto.
Líder de pandillas
Desde los primeros años, la vida de Paco fue difícil. Había nacido en el Barrio Garay, uno de los distritos más peligrosos de Guayaquil, ciudad de Ecuador. Creció en una familia sin estabilidad emocional. Su padre, Fausto Flores Ruiz, era un hombre alcohólico y violento con su familia. Muchas veces los golpes y las discusiones estuvieron a punto de alejar a su madre, pero nunca lo hizo por temor a dejar a sus hijos con una familia incompleta.
–Desde niño estuve rodeado de alcohol y violencia –recuerda este hombre que ahora tiene 48 años.
Paco dejó de ir a la iglesia evangélica y se juntó con los peores muchachos del colegio. A los 16 años, el adolescente se sumó a una de las pandillas de su barrio y comenzó su adicción a las drogas. Atrás quedó el niño risueño que pensaba ser futbolista, ahora Paco jugaba con su vida.
Con un grupo de jóvenes, Paco, alias “El Colorado”, salía a las calles a matar o morir. Pertenecer a ese grupo tan violento significaba estar dispuesto a dejar la vida. Se convirtió en un delincuente avezado y tardó poco en ser el jefe. Su mala fama creció mientras su banda también reclutaba más jóvenes.
Las rivalidades entre pandillas eran letales, los grupos estaban provistos de armas de fuego y punzocortantes. Las calles de Guayaquil se convertían en campos de batalla; los feroces enfrentamientos dejaban heridos y muertos. Paco transformó la droga en su ‘alimento’.
Su madre oraba todos los días por él y confiaba en que un día lo vería en la casa del Señor. Los consejos y las lágrimas de su madre tocaban el corazón de Paco por momentos, pero luego seguía en el camino del mal. Sabía que estaba en el sendero errado y consumía más droga para calmar su dolor. Quería salir de ese mundo marginal, estaba desperdiciando su juventud, pero no sabía cómo escapar. Así que un día pensó que lo mejor era presentarse al servicio militar; consideró la conscripción como una oportunidad para cambiar de estilo de vida. A los 17 años se internó; sin embargo, su condición empeoró.
Mientras estuvo internado por un año, jamás dejó de drogarse. En el cuartel podía conseguir todos los alucinógenos que buscaba. Nadie le puso límites y consumió narcóticos con más fuerza. A su salida, intentó trabajar como agente de seguridad, pero continuó delinquiendo con las pandillas. Fue encarcelado más de ocho veces por robo y asalto a mano armada, pero de todas se libró. La gente les temía y eran muy conocidos por la prensa y la Policía.
Dios lo libró
Cuando estaba en casa por las noches, Paco escuchaba clamar a su madre, la que lloraba a los pies de su lecho y le pedía a Dios que salvara a su hijo. Esas palabras golpeaban el pecho del joven y entristecían su duro corazón. Llorando, miraba al techo y decía: “¿Hasta cuándo esta vida no me va a matar?”.
Cierto día fue detenido y comprendió que su destino seguramente sería la penitenciaría.
En esta oportunidad llegó a asustarse, tanto que imploró a Dios por su vida. Sabía que en la cárcel tendría que enfrentarse con peligrosos delincuentes. Tendría que matar o morir, ese era el destino que le aguardaba. “Dios mío, tú existes, dame una oportunidad porque si me dan una condena, me van a matar o yo mato a alguien. Si me sacas, prometo que te voy a servir”, oró de rodillas mientras esperaba su traslado.
Cuando se abrió la reja del calabozo y los nueve detenidos que lo acompañaban fueron sacados, un policía vio que estaba arrodillado.
–“Colorado”, te vamos a dar una oportunidad, ándate a la calle –le dijo.
De los diez detenidos, solo él salió libre. Agradecido corrió a su casa a esconderse de la tentación, había hecho una promesa al Señor y pensaba cumplirla. Sin embargo, las amistades lo buscaron y cayó nuevamente en un incontrolable consumo de cocaína. Días más tarde, mientras jugaba al fútbol, empezó a sentirse tan mal que parecía que moriría; tenía fiebre y se le nubló la vista de repente.
Alarmados sus padres, lo llevaron a un médico que lo estabilizó y le recomendó no seguir con las drogas. Pero apenas se sintió mejor, volvió a la calle, y también a consumir droga, y entonces se repitió su reciente historia. Solo que esta vez estaba muriéndose. Se le paralizó gran parte del cuerpo. Con los ojos nublados y temblando de dolor cayó al piso sin saber qué hacer.
Mientras se arrastraba tratando de llegar a su casa, imaginaba la primera plana de un diario que decía: “Se murió el Colorado” y veía la felicidad de la gente, la prensa lo fotografiaba y la policía se burlaba de su muerte.
Llegó a su casa exánime y dijo para sí: “Señor, ayúdame”. Sus padres y amigos corrieron para auxiliarlo y en brazos lo llevaron al altar. Había pedido ir a la iglesia porque sabía que era el único lugar donde lo podían curar.
Encuentro con Dios
Al llegar, dos hombres de fe que eran misioneros en Ecuador por aquellos años, les dieron la bienvenida. Paco apenas respiraba, pero cuando oyó la voz del pastor recordó a aquel hombre que lo invitó a la casa de Dios la tarde en que jugaba fútbol en su barrio.
Lentamente levantó su mirada y reconoció al pastor. “Hijo, ven, Jesucristo te ama”, entonces lo abrazó y lloró como niño al sentir la presencia del Señor.
La oración de aquel día marcó la historia de Paco. Cuando se puso de pie, vio tan claro como jamás había visto, se levantó sano y le dio la gloria a Dios. Durante esos días se realizaba una Convención en Guayaquil, su madre pidió a los pastores orar por su hijo en el altar. El joven dio un paso adelante e hizo pública su confesión de fe y, desde entonces, ya no vive él, mas Cristo vive en su vida.
Nunca más Paco volvió a las pandillas ni a las drogas. Se bautizó a los 24 años y lideró jóvenes de la casa del Señor. Un año y medio después se casó con la hermana Miriam Martínez Rodríguez, hija de la amiga de su madre que también es fundadora de la Obra en Guayaquil. Fruto de su amor tienen dos hijas, ambas dedicadas al servicio del Señor.