Martha Noguera Zeledón creció en una pequeña colonia de Villa Libertad, en Managua, capital de Nicaragua. De pequeña tuvo un entorno familiar saludable. Sus abuelos, de raíces católicas, le enseñaron siempre la lealtad a Dios y a practicar ciertas ceremonias religiosas durante su niñez.
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Su padre, Enrique Noguera, técnico en refrigeración, era un hombre muy trabajador que mantenía un pequeño negocio propio en su casa y siempre estaba dedicado a su familia, mientras que su madre, Alejandra Zeledón, después de la llegada del segundo hijo, se dedicó fielmente a cuidarlos.
Transcurrieron los años y todo parecía felicidad, excepto por el consumo de alcohol del padre. Poco a poco, Enrique fue despreocupándose de su familia. Debido al licor dejó de entregar los trabajos a tiempo y traía extraños a su casa, hasta que perdió el negocio que tanto le costó construir. Acabó en la ruina.
Martha tenía 9 años cuando la cruda realidad azotó su hogar. La pobreza los había alcanzado. Con tres hermanos y sin mucho que comer, la situación era insostenible en casa.
La difícil situación en Nicaragua, país que soportaba también una dura crisis económica, llevó al padre a buscar nuevos horizontes y alejarse de su familia con el fin de hallar un futuro mejor. Así, se marchó con su hijo mayor al extranjero, pero la situación no mejoró; las dificultades no solo persistieron, sino que también aumentaron. El hombre, sumergido más en el alcohol, descuidó a su hijo, que terminó tan perdido como él y no solo en el alcohol, sino también en las drogas.
El dinero escaseaba y faltaban los alimentos en la familia. Alejandra, la madre de Martha, tuvo que salir a buscar el sustento diario. Incursionó en el comercio trayendo ropa desde Guatemala con la ayuda económica de su hermana que radicaba en Estados Unidos.
Violencia sin límite
Los viajes metieron en problemas a Alejandra. Su cuñado, el hermano de su esposo, la vigilaba constantemente y sembraba discordia por medio de chismes sin sustento. Enrique, un hombre muy celoso, regresó a su país dos años después y la relación matrimonial se tornó insoportable. Si antes la violencia era solo verbal, ahora había llegado al extremo.
La pequeña Martha vivía atemorizada todo el tiempo, desconcertada por el rumbo final de su familia. Le era casi imposible concentrarse en sus estudios. Su única distracción era ir a la misa católica con su abuela y participar de cuanto evento fuera posible con tal de mantenerse lejos de casa.
El alcohol había dominado a Enrique. Por eso, un simple reclamo bastó para que le propinara una brutal golpiza a su cónyuge en plena vía pública. El incidente terminó en la comisaría. La violenta escena quedó grabada en la mente de Martha. A partir de entonces, un intenso odio hacia el padre comenzó a crecer.
A raíz de la separación de sus progenitores, la familia quedó a la deriva. La madre debía trabajar muy duro para mantener a sus cuatro hijos. De su padre no volvieron a saber nunca más.
Con mucho trabajo, Alejandra, con la ayuda de sus hijos, abrió una tienda en un mercado. Todo iba bien, hasta que entraron a robar en el negocio y los pocos ahorros que tenían en casa se esfumaron. La situación se volvió cuesta arriba otra vez.
La preocupación de los gastos de colegio de los niños, la alimentación y la mantención de la casa enfermaron a la madre de Martha. El dinero no alcanzaba y tuvo que retirar a su hijo mayor del colegio de monjas donde todos estudiaban. Esta decisión significó que el adolescente se perdiera más de lo que ya estaba. Los menores ya no tenían cuidado ni control.
Viaje inesperado
No le quedó otra opción a Alejandra que marcharse a Estados Unidos en búsqueda de un futuro mejor. Fue un viaje tortuoso, repleto de dificultades. Como no tenía documentos, optó por entrar como ilegal en el territorio estadounidense, cruzando el desierto fronterizo del sur del país. La Policía de Migraciones la detuvo y la regresó a México.
En el país azteca fue auxiliada por una familia cristiana. Ella ya había optado por el cristianismo antes de su viaje a Estados Unidos, y el apoyo incondicional de esas personas acrecentó su fe en el prójimo.
En Nicaragua, sin embargo, la situación era diferente. Con tan solo 14 años, Martha había tomado las riendas de su familia y estaba a cargo de sus hermanos. Con un poco de dinero, se armó de coraje y luchó para salir adelante. Pero la situación empeoró a las pocas semanas: una hipoteca que pendía sobre la casa fue ejecutada y resultaron desalojados.
Los niños fueron acogidos por tíos y abuelos que les brindaron protección y ofrecieron comida. Una vecina que conocía de cerca la situación de la familia se conmovió con el caso de Martha y no dudó también en brindarle ayuda. Más que algo material, aquella mujer le brindaba apoyo espiritual. Le hablaba del Evangelio y la salvación siguiendo el camino de Cristo.
Martha la escuchaba sin mayor atención. No la rechazaba por respeto, aunque sus planes eran otros. Ella creía en el catolicismo y quería ser monja porque entendía que la vida matrimonial podría traerle infortunios, como les había ocurrido a sus padres. Por eso, había decidido tomar los hábitos en cuanto pudiera.
Camino a ser monja
Después de cuidar a sus hermanos y trabajar en lo que podía, Martha se dedicaba al catolicismo. Acudió ante la madre Teresa, la monja de una capilla cercana, y le contó de su intención de vestir los hábitos. Ella comenzó a prepararla en una capilla del vecindario. Todos los fines de semana iba en busca de la tranquilidad esperada. Era el único lugar donde no pensaba en sus problemas y encontraba refugio.
La situación familiar, sin embargo, continuaba mal y no pudo seguir acudiendo a la capilla. Se alejó de la práctica regular del catolicismo. Tenía que trabajar a tiempo completo para mantener a la familia. De ese modo, sostuvo el hogar por varios años e, incluso, pudo ahorrar para continuar sus estudios universitarios.
Pese a su escaso tiempo, nunca dejó de pensar en el catolicismo. Las veces que podía, asistía a los eventos de la parroquia, iba a las cárceles, hacía obra de caridad con las demás monjas y apoyaba a la comunidad.
Había superado los duros momentos de la crisis familiar cuando los padres tuvieron que abandonar el hogar, aunque sentía que algo le faltaba para llenar su corazón. Trabajaba duro, ayudaba a sus hermanos, cumplía con ellos, pero tenía un vacío difícil de soportar.
La insistente vecina volvió a invitarla a un retiro evangélico y esta vez Martha, después de haberla escuchado hablar tanto de Dios y de sus mensajes, accedió.
A la defensiva y sin dejar que la manipularan, como ella pensaba, escuchó el mensaje de Salvación. El primer día del retiro hablaron todo sobre el catolicismo y su falsa doctrina, como si los predicadores supieran que ella llegaría. Al segundo día escuchó el más sublime mensaje del amor, tema que desgarró su corazón al punto que, cual niña, lloró de dolor.
Llegó la salvación
Así empezó una lucha interna en ella, entre si pasar al altar y recibir al Señor o continuar con sus creencias católicas. Las dudas invadían su mente, pero de algo estaba segura, cada vez era más hermoso escuchar la Palabra divina. Al finalizar el retiro, durante la última jornada, se hizo nuevamente el llamado al altar. Martha fue la última en pasar, estaba llorando, hizo la oración de fe y se entregó a Cristo ese día.
De regreso, cortó por completo con la Iglesia católica. Atrás dejó el crucifijo, las veneraciones a los santos, el agua bendita, las plegarias y el hábito. Jamás volvió a asistir a otro evento católico. Se consagró para Dios en la Iglesia cristiana, y a pesar de las situaciones difíciles que le tocó vivir más adelante, jamás se apartó de los caminos del Señor.
Bajó a las aguas el 8 de diciembre de 2009 y en el 2010 decidió viajar a España para buscar una mejora económica, pues quería visitar a su madre, que se hallaba enferma en Estados Unidos. En España dejó de congregar por dos años y después de una fuerte alergia que la llevó al hospital, decidió volver a los caminos de Dios.
Martha congrega actualmente en una iglesia del MMM en Terrassa, España. Logró ver a su madre después de 18 años; Dios restauró su corazón, perdonó a su padre. Ahora, cada mañana agradece al Señor por la dicha de servirle solo a Él.
Fuente: Revista Impacto Evangelístico