Por Susan Amau / Fotos: Víctor Tipe y Archivo Familiar
Andrés David Huertas Consuegra tenía 15 años cuando entregó su vida al Señor. En la flor de su juventud decidió seguir a Dios junto a otros adolescentes que fueron conmovidos por la Palabra. Una pequeña iglesia de su barrio en Mapasingue, Ecuador, fue el recinto que lo acogió con cariño para formarlo.
Sin embargo, este joven no supo cumplir sus promesas. En reiteradas oportunidades abandonó el camino cristiano. Las amistades terminaban por alejarlo de Dios y conducirlo por la senda de la perdición.
Extraviado del camino del Señor, abusó de las drogas, el alcohol y perdió el sentido de la vida en reiteradas oportunidades. Buscó mujeres para llenar el vacío de su corazón, pero parecía no ser suficiente. Los compañeros de francachelas le hacían olvidar por momentos la triste soledad que vivía por estar separado de Dios.
Hijo de José Agustín Huertas Jarechua y Azucena del Carmen Consuegra Murillo, tuvo una infancia tranquila. Sus padres nunca le hicieron faltar alimentación ni educación en su hogar. A pesar de que el matrimonio tuvo cinco hijos, a los niños nunca les faltó nada.
Pasó el tiempo y Andrés decidió migrar a un país europeo en busca de un futuro prometedor. Se casó a los 25 años, en un matrimonio por conveniencia para lograr su ingreso a España. Terminado el proceso, se divorciaron.
El joven no vivía tranquilo, pese a su apariencia alegre. Quería tener una vida alocada, pero mantenía una angustia íntima por estar separado de Dios. Es así que muchas veces, en su sano juicio, intentó reconciliarse con el Señor. Sin embargo, era más débil ante el pecado y pagó las consecuencias.
FALSAS PROMESAS
Un día, cuando había cumplido los 26, Andrés fue apuñalado en una plaza de Madrid por un rival de amores. Él le extendió la mano a un paisano para saludarlo y este le correspondió acuchillándolo a sangre fría. La razón, los celos: la mujer con quien salía en ese momento era la expareja del atacante.
Permanecía consciente todavía cuando fue trasladado de emergencia al hospital. Oía a los médicos decir que era necesario operar de urgencia. Sentía un ajetreo desmedido en la sala, y entonces pensó: “Esto sí que es serio”. Y lo era. Su vida pendía de un hilo.
Fue allí que se volvió a acordar de Dios y le rogó con todo su corazón que lo librara del mal, prometiéndole que se portaría bien y que le seguiría a cualquier lugar. Y Dios acudió en su auxilio. Lo salvó del fatídico incidente. Andrés se recuperó con rapidez, pero no cumplió su promesa. Ni se molestó en intentarlo. Simplemente lo olvidó. Es más, al salir del hospital volvió a las andadas, lejos de agradecerle a Dios por conservarlo con vida.
Seis meses más tarde, otra situación peligrosa volvió a poner en riesgo su vida. Maniobraba una moto irresponsablemente, en estado de ebriedad, después de una de sus habituales juergas, cuando sufrió un grave accidente. Como en una escena cinematográfica quedó estampado en un poste de una avenida, mientras que la moto daba varias vueltas en círculo hasta caer en la pista.
El joven quedó inerte sobre el pavimento, ante los ojos despavoridos de los transeúntes que solo atinaron a llamar a los policías. Minutos después era conducido velozmente a la sala de urgencias de un hospital.
Postrado en una cama, con varios de sus órganos seriamente dañados y en cuidados intensivos, solo esperaba la muerte. Pasaron 40 días, finalmente despertó y volvió a implorar misericordia, volvió a prometer. Tiempo después abandonó el hospital recuperado, feliz de volver a escapar de las fauces de la muerte.
Las promesas le duraron poco. Siguió tan o más rebelde que años anteriores. Acostumbrado al desorden se refugió en los placeres del mundo y se hundió mucho más en el pecado. Conoció a una joven con quien tuvo un hijo, pero su relación fracasó a causa de su insensatez.
Después de estas situaciones se creyó invencible y pensó “¿qué más me puede pasar?”, y siguió en el camino equivocado.
PROFUNDO ARREPENTIMIENTO
A lo largo de su vida, Andrés estuvo varias veces en un hospital. Pruebas tras pruebas, análisis, radiografías y otras para identificar los problemas en su salud, descartaron cualquier enfermedad, o eso parecía, hasta el 29 de setiembre del 2016 a las dos de la mañana.
Andrés dormía sereno en el silencio de una habitación cuando repentinamente cayó de su lecho, intentó levantarse y no pudo. Se movía apenas y los miembros no le respondían. Entró en pánico. Cada vez que intentaba erguirse volvía a desplomarse.
Cuando su pareja lo vio, pensó que se trataría de un infarto cerebral. Con la ayuda de algunas personas que llegaron después, lo condujeron a un hospital. Allí le realizaron muchas pruebas, hasta que determinaron un aneurisma, una enfermedad que lo había acompañado desde su nacimiento, pero que nunca antes había sido detectada.
Andrés permaneció consciente durante todos los exámenes. Veía que todo giraba y pasaba muy rápido a su alrededor. En esas horas evocó los recuerdos de los constantes tropiezos que opacaron su juventud e hicieron de él un hombre de falsas promesas.
Comenzó a llorar y volvió a clamar a Dios con todo su corazón y le suplicó misericordia. Pidió perdón, reconoció sus múltiples falsías, se reconcilió con el Señor y reafirmó su promesa de entregarse. Esta vez sería distinto. Un verdadero arrepentimiento escribiría una nueva historia en su destino.
Una paz invadió a Andrés mientras entraba al quirófano. La operación era delicada y duró muchas horas. La intervención resultó un éxito, se recuperó con rapidez y salió del hospital directamente al templo para darle gracias a Dios y cumplir su promesa.
A partir de entonces desechó el pecado, el mundo y hasta a sí mismo con tal de seguir las huellas de Cristo.
–Dios me libró de la muerte –afirma Andrés.
Este hombre, en la actualidad, sirve a Dios en la iglesia del Movimiento Misionero Mundial de Madrid, España. Vive solo con su madre y de vez en cuando tiene la oportunidad de pasar el día con su hijo. Es feliz porque Cristo lo cambió y porque está cumpliendo lo que un día prometió.