Por Thomas Gidney
Herramienta del Señor al servicio de la salvación, Joseph Wolff fue el primer misionero cristiano de origen judío de la era moderna que predicó el Evangelio de Dios de forma directa a los gentiles y a los hijos de Israel. Simiente de Abraham y de la tribu de Leví, sembró la Palabra de Cristo en Europa, África, América y Asia.
Evangelizador incansable y tenaz, anunció igualmente el mensaje del Redentor en el Medio Oriente y en el Extremo Oriente y en Tierra Santa. Integrante de una familia israelita afincada en Alemania, Joseph llegó al mundo en el municipio de Weilersbach, ubicado en el estado de Baviera, en 1795. Sus padres, David y Sarah, seguían el judaísmo y las tradiciones de su pueblo.
A los pocos días de su nacimiento, su progenitor fue nombrado rabino en la ciudad de Bad Kissinger, situada en la región de Baja Franconia, y debido a ello se mudaron a este lugar donde el pequeño Wolff pasó sus primeros años de vida. En 1800, lo enviaron a una escuela cristiana para que aprendiera el idioma alemán. Dos años después, su papá recibió el encargo de ser jefe espiritual de la comunidad judía del municipio de Hollfeld, emplazado la región de Alta Franconia, en el que él escuchó, a diario, historias relacionadas con el Creador. Una de esas narraciones cambió el rumbo de su existencia. Fue un relato de su padre en el que mencionó a Jesús de Nazaret y lo catalogó como el judío de mayor talento.
A continuación de oír hablar de Jesús, pensó que el Mesías había sido un profeta al que mataron cuando era inocente. Entonces, se trazó la meta de ser un gran predicador y empezó a prestar atención a la ministración del Evangelio, en los frontis de los templos cristianos de su localidad. También recolectó hojas de una Torá en las que aparecía el nombre de Jehová y las guardo para ser iluminado por el Espíritu de Dios y estar protegido de los demonios de la Tierra.
HIJO DE DIOS
Mientras buscaba el camino de la fe, un cirujano llamado Spiess le habló acerca del verdadero Hijo de Dios. Con voz grave, le dijo: “Querido muchacho, te diré quién es el auténtico Mesías. Él es Jesús a quien tus antepasados crucificaron como lo hicieron con los profetas de la antigüedad. Ve a tu casa y lee el capítulo 53 de Isaías y te convencerás que Cristo es el alma del Señor”. Estas palabras entraron, como un relámpago, en su corazón y lo dejaron boquiabierto. Al llegar a su hogar, leyó el mencionado pasaje y en seguida le preguntó a su padre: “¿Quién es el profeta al que se alude en el capítulo 53 de Isaías?”. El rabino David no le respondió y se retiró de inmediato a su habitación en la que lloró amargamente.
A la mañana siguiente, Joseph buscó a un pastor para que lo convirtiera al cristianismo y le enseñara a ser un portavoz del mensaje del Altísimo; sin embargo, el reverendo no lo acogió, debido a que tenía apenas siete años. En 1806, año en el que su progenitor fue destinado al reino de Wurtemberg, ingresó a un liceo evangélico de la ciudad de Stuttgart. Luego, se incorporó a una escuela católica de la urbe de Bamberg. Allí, lejos de sus familiares, se marcó el inicio de un éxodo personal que lo llevó a Frankfurt, Halle, Praga, Múnich, Sajonia-Weimar y Heidelberg y a convertirse en un estudiante errante.
En el camino, optó además por abrazar la religión tradicional el 13 de setiembre de 1812. A los diecisiete años, tras haberse instruido en lenguas orientales, filosofía y teología en diversas instituciones, se instaló en la metrópoli de Viena, uno de los principales ejes políticos y culturales europeos de esa época, donde trabajó brindando conferencias privadas en latín, hebreo, caldeo y alemán. En forma paralela, prosiguió con su formación académica y se nutrió con los conocimientos de muchos personajes notables a los que conoció en suelo austriaco.
FE VERDADERA Con el objetivo de continuar su aprendizaje sobre la doctrina de Jesucristo, Wolff se incorporó en 1815 a la Universidad de Tubinga, emblema del protestantismo alemán del siglo diecinueve, y permaneció en ese lugar hasta 1816. Después, viajó a Roma y conoció al papa Pío VII a quien catalogó como polvo de la Tierra. En el centro mundial del catolicismo, fue admitido en un seminario en el que trabó amistad con Giovanni Ferretti, quien más tarde se transformó en el papa Pío IX. Luego de conocer de forma personal las bases de la doctrina católica, emprendió una serie de protestas contra los dogmas establecidos por la iglesia romana y proclamó la autoridad de las Sagradas Escrituras, como la Palabra de Dios. Por aquellos días, discutió con sus maestros y compañeros sobre la autoridad del papa y ensalzó el poder del Evangelio.
Debido a su fe verdadera en el Salvador y por ser un peligro espiritual, las autoridades de Roma lo expulsaron en 1818. El siguiente destino de Joseph fue Inglaterra adonde llegó en 1819. Allí, en el país más desarrollado de esa época, visitó una congregación cristiana local que lo impactó y lo cobijó con el amor del Altísimo. Viajero experimentado y con dominio de varias lenguas, aprovechó su estadía en suelo inglés para concretar su deseo de ser misionero de Dios y ser admitido en la Sociedad de Londres, un ministerio interdenominacional que promovía el mensaje del Salvador entre los judíos.
Con la ayuda del creyente Lewis Way, un acaudalo británico defensor de la causa de Jesús, tomó posteriormente clases en la Universidad de Cambridge para beneficiarse de las prédicas del teólogo Charles Simeon. También estudió con el profesor Samuel Lee y se especializó en árabe, persa, caldeo y siríaco. Respaldado por el reverendo Henry Drummond, al final de su preparación, dejó el Reino Unido el 17 de abril de 1821 y se marchó a Gibraltar constituido en misionero independiente.
LABOR MISIONERA
Antes de partir de Gran Bretaña, ofreció el testimonio de su conversión a un representante de la colectividad israelita: “Soy judío de nacimiento, hijo de un rabino, pero creo, por la gracia del Señor, que Jesús es el Cristo, porque los profetas y Moisés nos lo aseguran con palabras claras y distintas; y solo por él se obtiene el perdón de los pecados si creemos en él”. Una testificación que más adelante, en sus innumerables recorridos, usó durante su labor evangelística. Desde Gibraltar, en la parte inicial de su trabajo misionero, fue a Malta y luego a Egipto. Después se desplazó por tierra a Jerusalén. De igual forma, llegó a Damasco, Persia, Mesopotamia, Tiflis, Crimea, Odesa y Constantinopla. En todos sus viajes de esta etapa, que se extendió hasta mayo de 1826, rescató muchas almas perdidas a quienes predicó en italiano, hebreo, alemán, árabe e inglés. En sus mensajes, Wolff empleó principalmente el Nuevo Testamento y siempre criticó la idolatría y el paganismo.
En enero de 1828, guiado por el Señor y con la Biblia como escudo protector, volvió a llevar el Evangelio a las criaturas del mundo y avanzó hasta Cefalonia, Chipre, Anatolia, Armenia, Jorasán, Bujará, Balj, Kabul y la India en un itinerario que finalizó en 1834. Hombre sincero y piadoso, enfrentó innumerables peligros y soportó muchas dificultades. En sus misiones, fue torturado, vendido como esclavo y condenado a muerte tres veces. Asimismo, caminó descalzo y medio desnudo cientos de kilómetros.
En su tercer periplo, que duró entre 1836 y 1838, Joseph Wolff recaló en Etiopía, Yemen, Bombay y en los Estados Unidos donde fue ordenado diácono. En su retorno a Europa, el Trinity College de Dublín le concedió un doctorado honorario en derecho y en Irlanda del Norte lo promocionaron a pastor. Siervo de Dios, portavoz del Evangelio y varón piadoso, murió el 2 de mayo de 1862, en el pueblo de Isle Brewers, mientras peleaba la buena batalla y tras haber engrandecido el rebaño de Cristo.