Desde muy temprana edad, Enrique Centeno Acuña fue un hombre de fe. Concurría sin pausas a toda actividad litúrgica, junto a sus padres y seis hermanos quienes eran tan creyentes que en medio de la casa, ubicada en la ciudad de Barrancabermeja, armaron un altar de santos que veneraban cada mañana. Estudiaba en una escuela de monjas donde las charlas y adoctrinamientos lo condujeron al catolicismo y a rechazar cualquier otra doctrina hacia Cristo.
Amaba a Dios, pero su camino estaba equivocado. Tan férrea era su defensa al catolicismo que cierto día junto a unos muchachos lanzaron piedras a una iglesia evangélica, sin imaginar que años más tarde también sería blanco de los mismos ataques. El verdadero mensaje de Dios llegó a través de Pedro Centeno, padre de Enrique, quien luego de terminar su trabajo en una petrolera, participó de una campaña evangelística en el año 1954. La Palabra de Jesucristo traspasó en su corazón y decidió entregar su vida. La familia cayó, entonces, en una serie de conflictos religiosos.
Carmen Rosa Acuña, la madre de Enrique, fue la mayor detractora de la decisión paterna y llegó a calificar como una traición el ingreso del Evangelio a la casa. El pequeño Enrique se disgustó también, pero se sorprendió al ver que su progenitor dejó de fumar como lo hacía antes; cada día consumía hasta dos paquetes de cigarros y paró de pronto.
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