“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes.” (vv. 11, 12). Dicho joven era el menor de dos hermanos, por lo cual, según las leyes establecidas, no tenía derechos en lo relativo a la herencia. Sin embargo, aquel joven vino a reclamar a su padre la repartición de los bienes y la parte de la herencia que le correspondía. Aunque el hijo menor le estaba reclamando algo sin derecho y, por ende, el padre no estaba obligado a aceptar, éste último decidió acceder a su petición.
Si bien tenía el corazón hecho pedazos, el padre no intentó retener a su hijo en la casa, sino que optó por dejarle ir. De todos modos, ¿qué otra solución le quedaba, si el corazón de su hijo ya no estaba en el hogar?
“No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente.” (v.13). Las Escrituras indican que dicho joven, tras haber juntado todo cuanto poseía, partió hacia una provincia apartada. Lejos de su hogar, ya no tenía ni la influencia, ni las restricciones, ni tampoco las amonestaciones de su padre. Por lo tanto, empezó a vivir una vida de desenfreno, y se entregó a todos los vicios y los pecados posibles e imaginables.
Por desgracia, aquel joven no se contentó con dilapidar su herencia entre las rameras y las borracheras. En efecto, también derrochó los valores morales y espirituales que le habían sido inculcados desde la infancia. Es una realidad que, cuando nos alejamos de los caminos de Dios, nos tornamos aún más impíos que los propios inconversos.
“Y cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a faltarle.” (v. 14). No obstante, cuando el joven hubo malgastado todo el dinero, llegó una hambruna a aquella provincia, y éste último, desprevenido, se quedó sin recursos económicos. El joven, quien era el hijo de un noble y que nunca había experimentado la escasez en el hogar, se vio reducido al extremo de tener que apacentar a los cerdos.
“Y fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual le envió a su hacienda para que apacentase cerdos.” (v. 15) Es notorio que el trabajo de porquero era el más abyecto para un judío (Levítico 11:7). Hermanos, la desobediencia a Dios siempre lleva a la persona a sufrir las experiencias más humillantes de su vida. Sansón, por ejemplo, tuvo que pasar por la degradante experiencia de moler trigo en las cárceles de sus peores enemigos, los filisteos, a los que tantas veces había vencido (Jueces 16:21).
Al encontrarse en esa triste condición, el joven noble, que ahora era porquero, se vio abandonado por todos. Amados, el mundo es así. Primero, nos acoge con los brazos abiertos y, una vez que caemos en sus garras, nos entrega al abandono y a la soledad. La desventura de aquel joven no solo le privó de sus amigos paganos, interesados por su dinero y por las fiestas que organizaban a sus expensas, sino que también le privó del pan del hogar.
“Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba.” (v. 16). El joven, quien estaba acostumbrado a los más delicados manjares, ahora deseaba comer las algarrobas insípidas y amargas destinadas a los cerdos que apacentaba. Sin embargo, “nadie le daba”, en otros términos, en la provincia alejada donde derrochó sus bienes y su vida, se le prestaba más atención a los cerdos que a él. ¡A qué situación trágica y desvalorizada le condujeron tanto el pecado como su insensatez!
Amados, como bien lo asevera la Biblia, las aventuras con el pecado son desastrosas para todos los seres humanos, por cuanto: “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna.” (Gálatas 6:7, 8).
Joven que estás leyendo estas páginas, ten siempre presente aquel versículo de Eclesiastés 12:1, el cual te exhorta diciendo: “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento”.
