Tratar de medir el sol con un metro sería menos difícil que tratar de medir a Juan el Bautista con nuestras medidas modernas de espiritualidad. El ansioso padre que recibió la profecía de su nacimiento escuchó de boca del ángel: «Muchos se regocijarán de su nacimiento; porque será grande delante de Dios.» (Lucas 1:14, 15).
Hoy día prodigamos mucho la palabra grande, pues, confundimos prominencia por eminencia. En aquel día Dios no necesitaba un sacerdote ni un predicador, sino un hombre. Había muchos hombres en aquellos días, como los hay al presente, pero todos eran demasiado pequeños. Dios necesitaba un gran hombre para una gran empresa.
Probablemente Juan el Bautista no tenía aptitudes para el sacerdocio, pero tenía todas las cualidades para ser un profeta. Antes de su venida habían pasado cuatrocientos años de oscuridad, sin un rayo de luz profética; cuatrocientos años de silencio, sin un «así dice el Señor».
Cuatrocientos años de deterioración progresiva en las cosas espirituales, derramando ríos de sangre de animales para expiación de los pecados y con un sacerdocio bien pagado como mediador, Israel, la nación favorecida de Dios, estaba bien provista de ceremonias, sacrificios y circuncisión.
Pero lo que un ejército de sacerdotes no pudo hacer en cuatrocientos años lo hizo «un hombre enviado de Dios»: Juan el Bautista, un hombre preparado por Dios, lleno de Dios y ardiente para Dios; y lo hizo en seis meses.
Comparto la opinión de E. M. Bounds de que Dios requiere veinte años para preparar a un buen predicador. La educación de Juan el Bautista tuvo lugar en la universidad divina del silencio; Dios lleva a todos sus grandes hombres a una universidad así. Aun cuando Pablo, el orgulloso fariseo guardador de la ley, poseía un intelecto colosal y buenos títulos de la Escuela Rabínica de Jerusalén, cuando Cristo cambió su rumbo en el camino de Damasco, necesitó llevarlo tres años a Arabia, para vaciarle de sus prejuicios y educarle, antes de que pudiera decir: «Dios reveló a su Hijo en mí.» Dios puede llenar en un momento lo que tarda años en vaciarse. ¡Aleluya!
Jesús dijo «id», pero también dijo «esperad». Que algún hombre se encierre por una semana, sin otra comida que pan y agua, ni otros libros sino la Biblia, ni otro visitante excepto el Espíritu Santo, y os garantizo, hermanos predicadores, que este hombre, o quebrantará su propósito o quebrantará los corazones.
Juan el Bautista fue a la escuela del silencio, el desierto, hasta el día que se mostró a Israel. ¿Quién podía estar mejor equipado para la tarea de levantar a una nación torpe de su sueño sensual que este profeta tostado por el sol, bautizado con fuego, alimentado con manjares del desierto, enviado por Dios con un rostro como la mañana del juicio? En sus ojos brillaba la luz de Dios, en su voz la autoridad divina y en su alma la pasión de Dios. ¿Quién —pregunto— podía ser mayor que Juan?
Es cierto que trastornó una nación entera. Este profeta vestido de pieles, con un ministerio de tiempo muy limitado, ardía de tal manera que los que escucharon la voz de su cálida lengua y sus mensajes ardientes se fueron a casa a pasar noches sin dormir, hasta que sus almas fueron quebrantadas por el arrepentimiento. Sin embargo, Juan el Bautista era un extraño en doctrina —sin sacrificio, ceremonias ni circuncisión—; extraño en comida —no bebedor ni banqueteador—; extraño en indumentaria –sin filacterias ni vestidos farisaicos.
Pero ¡Juan era grande! Las grandes águilas vuelan solas; los grandes leones cazan solos; las grandes almas andan solas —solas con Dios—. Esta soledad es difícil de soportar e imposible de gozar, a menos que exista la divina compañía. Verdaderamente Juan llegó al grado de grandeza. Era grande en tres formas: Grande en su fidelidad al Padre; con una educación de años y una predicación de sólo cortos meses. Grande en su sumisión al Espíritu; empezó y terminó según le fue ordenado. Grande en sus declaraciones acerca del Hijo; manifestando que Jesús, a quien nunca había visto, era «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».
Juan era una «voz». La mayoría de los predicadores son solamente «ecos», pues si los escucháis con atención, descubriréis cuál es el último libro que han leído y cuan poco citan de la Biblia. Para alcanzar las masas necesitamos una «voz», un profeta enviado del cielo a predicar a los predicadores.
Se necesitan hombres quebrantados para quebrantar a los hombres. Hermanos, nosotros tenemos equipo pero no dotación, conmoción pero no creación, acción pero no unción, ruido pero no despertamiento. Somos dogmáticos pero no dinámicos.
Hermanos, solamente tenemos una misión, salvar almas; sin embargo, ¡éstas perecen! ¡Oh, pensadlo!
¡Predicadores, la gente va por millones al fuego del infierno porque nosotros hemos perdido el fuego del Espíritu Santo!
Decir que el pecado de hoy día no tiene paralelo no es cierto. Jesús dijo: «Como en los días de Noé, así será en la venida del Hijo del Hombre.» Y en el capítulo 6 del Génesis, vers. 5, hallamos una descripción gráfica del tiempo de Noé: «Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.» Así era entonces y así es hoy día. El pecado es ensalzado y popularizado, arrojado a los oídos por la radio, a los ojos por la televisión y plasmado en las cubiertas de las grandes revistas. Los asistentes a las iglesias, cansados de sermones, dejan las reuniones como han entrado: sin visión y sin pasión. ¡Oh Dios, da a esta generación que perece diez mil Juan Bautistas para arrancar los vendajes puestos sobre nuestros pecados, nacionales e internacionales, por políticos y moralistas!
Como Moisés no podía dejar de ver la zarza ardiente, así una nación no puede dejar de ver un hombre que arde por Dios. Dios combate al fuego con fuego. Cuanto más fuego en el púlpito, tanto menos tendrá que haber en el infierno. Juan el Bautista era un hombre nuevo con un nuevo mensaje. Como el acusado que oye la temible sentencia de «culpable», de boca del juez, y palidece, así las multitudes oían el clamor de Juan: «Arrepentíos», hasta que esta voz circulaba por los corredores de sus mentes, agitaba sus memorias de pecados pasados, doblegaba las conciencias y les traía, heridos de terror, al bautismo de arrepentimiento. Después de Pentecostés, el discurso de Pedro, lleno del Espíritu recién recibido, conmovió las multitudes hasta que clamaron como un solo hombre: «Varones hermanos, ¿qué haremos?»
Las dos mayores fuerzas de la Naturaleza son: el fuego y el viento. Y estos dos se unieron el día de Pentecostés. Así, como fuego y viento, aquella bendita compañía del Aposento Alto fue irresistible, incontrolable, inesperada, ¡Su fuego apagó la violencia de otro fuego (el fuego del infierno), encendió fuego misionero, hogueras espirituales en Europa, Asia y África e inició por todas partes fuegos de despertamiento! Hace casi doscientos años Carlos Wesley cantó: ¡Oh, que en mí la sagrada llama pueda empezar a brillar, quemando la escoria de los bajos deseos Y haciendo las montañas flotar!
Un automóvil nunca se moverá hasta que sea encendida la chispa de su ignición; así algunos hombres nunca se mueven porque lo tienen todo excepto el fuego.
Como Wesley, yo creo, ahora, en la necesidad del arrepentimiento del creyente. La promesa del Padre es para ti. Por tanto, ahora mismo, ponte de rodillas. En este momento, al lado de tu silla, en tu confortable hogar, o en el despacho del pastor desalentado y casi pronto a abandonar su trabajo, ponte hermano de rodillas y haz una oración.
