Hubo un periodo de tiempo en la historia del pueblo de Israel, entre la muerte de Sansón y el ministerio de Samuel, el cual fue uno de los más desastrosos de toda su historia. Este fue un tiempo de abusos, de desorden, de atropellos, de injusticias, de saqueo, de crimen, de violencia, de inmoralidad, de apostasía, de idolatría, de corrupción religiosa y espiritual.
En el aspecto social los de la tribu de Dan robaban, saqueaban, mataban; para apoderarse de grandes extensiones de terreno que pertenecían a otros. En el aspecto moral los de la tribu de Benjamín eran sádicos; robaban y ultrajaban mujeres.
En todos los órdenes la situación era anárquica, no había ley, ni orden, ni respeto, ni autoridad que fuera reconocida. La Biblia que ofrece la razón de este caos en una frase, que se repite cuatro veces en los últimos cuatro capítulos del libro, dice así: “En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 17:6).
En el aspecto religioso o espiritual, la situación aún era peor, era deplorable, pavorosa, no había orden, ni respeto por las cosas sagradas; sino irreverencia, confusión, y apostasía. También en el aspecto religioso “cada cual hacía lo que bien le parecía”.
Se nos relata, en el capítulo 17 del libro de Jueces, que: “Hubo un hombre del monte de Efraín, que se llamaba Micaía” (v. 1); este robó a su propia madre la cantidad de mil cien siclos de plata (que eran como 704 dólares).
Como cada uno hacía lo que bien le parecía, vemos ahí el robo en el seno del hogar; la madre profirió deprecaciones y maldiciones contra el ladrón, el ladrón que era su propio hijo, amedrentado por las horrendas maldiciones devolvió el dinero a la madre; “entonces la madre dijo: Bendito seas de Jehová, hijo mío” (v. 2). Como cada uno hacía como bien le parecía, esta mujer lo mismo bendecía que maldecía en el nombre de Jehová.
Esta mujer por recobrar el dinero dijo que lo había dedicado a Jehová. Es fácil dedicar a Dios algo que está perdido, y así fue en el caso de esta mujer, pues cuando recobró el dinero dedicó solamente la quinta parte del dinero; pero tampoco lo dedicó a Dios sino para provocar a Dios, para violar el mandamiento de Dios (v. 3). Como cada uno hacía como bien le parecía, esta mujer “tomó doscientos siclos de plata y los dio al fundidor, quien hizo con ellos una imagen de talla y una de fundición, la cual fue puesta en la casa de Micaía” (v. 4).
Y como también en el aspecto religioso cada uno hacía lo que bien le parecía, “este hombre Micaía tuvo casas de dioses, e hizo efod y terafines, y consagró a uno de sus hijos para que fuera su sacerdote” (v. 5). Dedicó una pieza o habitación de su casa para tener ídolos, dioses, y allí añadió las dos imágenes que fueron hechas con el dinero donado por la madre.
Esa casa de dioses era una imitación de la casa del santuario de Dios; las imágenes eran una imitación del Dios verdadero; el efod era una imitación de las sacras vestiduras de los verdaderos sacerdotes; los terafines eran una imitación de los querubines; el sacerdote nombrado por Micaía, su propio hijo, era una imitación del verdadero sacerdocio de Aarón.
Y ante todos estos hechos, repite la Biblia: “En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía.” (v. 6).
Y como cada uno hacía como bien le parecía, este Micaía montó su iglesita. Micaía buscó un local, lo habilitó, lo equipó con todo lo necesario en imitación de lo genuino, hasta nombró un sacerdote y comenzó a funcionar. Y allí está Micaía con su local abierto. Micaía no tenía ministerio, él era como un promotor, como un empresario que administraba y disfrutaba de aquello, era un intruso, siempre tenía que buscar a otros.
Nos dice la Biblia: “Y había un joven de Belén de Judá, de la tribu de Judá, el cual era levita, y forastero allí. Este hombre partió de la ciudad de Belén de Judá para ir a vivir donde pudiera encontrar lugar; y llegando en su camino al monte de Efraín, vino a casa de Micaía” (vv. 7-8). Este joven levita partió de su ciudad para vivir donde pudiera encontrar lugar; era un aventurero, un andariego, un veleta (caprichoso, inconstante, voluble); que dejó su ciudad, sus hermanos; para quedarse donde le dieran parte, donde le recibieran. Y dice la Biblia que llegó a casa de Micaía. Bueno, y dónde iba a llegar, todos lo que andan realengos (que no tienen dueños) tienen que llegar a casa de Micaía, son de la misma calaña.
Cuando llegó Micaía le preguntó: “¿De dónde vienes? Y el levita le respondió: Soy de Belén de Judá, y voy a vivir donde pueda encontrar lugar” (v. 9). “Entonces Micaía le dijo: Quédate en mi casa, y serás para mí padre y sacerdote; y yo te daré diez siclos de plata por año, vestidos y comida.” Los Micaía siempre están ofreciendo; y dice la Biblia que “el levita se quedó” (v. 10).
“Agradó, pues, al levita morar con aquel hombre… Y Micaía consagró al levita, y aquel joven le servía de sacerdote, y permaneció en casa de Micaía” (vv. 11-12). Allí Micaía era el que daba el ministerio, el que ofrecía y repartía dones; ya él había ordenado a su propio hijo como sacerdote; pero ahora llegó uno que tenía credenciales de levita, y dejó a un lado a su hijo, y se quedó con el recién llegado.
De levita ambulante y andariego, pasó a ser levita mercenario y apóstata. Deshonró y pisoteó su origen levítico, y se vendió a Micaía. Y permaneció en casa de Micaía.
Eso le sucede a los andariegos, no quieren permanecer en iglesias serias y espirituales, no se sujetan a un pastor consagrado y de limpio testimonio, quieren disfrutar de los privilegios de todas las iglesias que visitan; pero no quieren asumir responsabilidad en ninguna Iglesia. Y luego por lucro o ventajas personales se sujetan a un Micaía, con una vida turbia, con su casa de dioses, su casa de consulta, sus mensajes fraudulentos, sus vanas imitaciones.
Y Micaía con su local de cultos, con su casa de dioses, con sus imágenes, con su efod, con sus terafines; y ahora con un sacerdote que era levita, estaba encantado, y dijo: “Ahora sé que Jehová me prosperará, porque tengo un levita por sacerdote” (v. 13). Pero era una falsa confianza, una falsa seguridad; la falsa confianza y seguridad que tienen las cosas que no son legítimas, y las personas que no son sinceras y honestas; pero Jehová en nada le prosperó.
Más tarde los de la tribu de Dan, como cada uno hacía lo que bien le parecía, le robaron a Micaía sus imágenes, su efod, sus terafines, y también se robaron al sacerdote. Le tumbaron el quiosco a Micaía (Jueces 18). El sacerdote quiso protestar, y le dijeron: ¿No es mejor ser sacerdote de toda una tribu que de una sola casa? (Jueces 18:19). Y dice la Biblia que “se alegró el corazón del sacerdote” (Jueces 18:20).
Y termina el libro de Jueces expresando una vez más en su último versículo: “En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25).
Que Dios nos ayude a conocer bien a los Micaía, a los aventureros, a los andariegos, a los que quieren actuar sin orden, a los falsos profetas con mensajes inventados, a los que quieren hacer lo que les parezca; para no ser nosotros contaminados en la fe, y en la doctrina, y en la obediencia de la Palabra de Dios.