El estruendo de un balazo sonó en la noche y casi al mismo tiempo Abel sintió un impacto y un ardor intenso en la espalda mientras corría por la callejuela oscura. Un nuevo disparo tronó y vio que el tipo que corría a su costado se desplomó con la cabeza destrozada. Pese a la terrible impresión y al intenso dolor que comenzaba a sentir en el dorso, siguió corriendo seguido de un par de policías que no le perdía paso. Dobló en una esquina, entró a toda velocidad en una oscura callejuela y escuchó una voz poderosa.
– No mires para atrás, sigue corriendo- le decía.
En medio de su desesperación, trató de ver a la persona que le hablaba, pero no vio a nadie. Siguió escapando. Al poco tiempo los policías quedaron atrás y el intenso dolor en la espalda que, inicialmente sentía, fue desapareciendo. Se detuvo y por largos minutos permaneció agazapado en la oscuridad de un sucio callejón. Solo cuando comprobó que no había nadie cerca, abandonó su escondite.
Comenzó a caminar rumbo a su casa, temiendo una herida grave a causa del balazo, aunque no sentía casi dolor alguno. Había escapado una vez más de la Policía que lo perseguía después de una de sus fechorías, pero está vez una proyectil le había impactado.
Entró a su vivienda y contó el violento incidente a la abuela quien, de inmediato, lo examinó y con sorpresa pudo comprobar que no existía herida alguna.
– ¡No tenés nada, hijo!- exclamó.
Era increíble, pero el balazo parecía no haberle impactado. Estaba ileso. Algún poder divino lo había sanado y estaba allí como si nada hubiese ocurrido. Durante el resto de la noche, no pudo apartar el incidente de su mente y comenzó a pensar que Dios lo salvó por alguna razón.
Nacido para delinquir
Aquél joven, Abel Ramón Morinigo Cabral, había nacido el 10 de junio de 1970 en la ciudad de Formosa, Argentina. Fue hijo único de una joven llamada Matilde Cabral y de Ramón Morinigo que desapareció poco tiempo después de su nacimiento. Su madre inició un nuevo compromiso, pero también murió cuando él tenía ocho años de edad, llevándose sus pocas esperanzas de tener una familia. Fue recogido por la abuela materna que se encargó de su crianza.
La hermana de su padre se apoderó de la casa materna y luego mantuvo relaciones a escondidas con el padrastro. Pese a que era su tía, nunca se ocupó de él dejándolo solo con la abuela que lo alimentaba a duras penas. La dramática situación lo tornó rebelde. Creció lleno de rencor y violencia.
Era un buen estudiante y deportista, pero a los 15 años comenzó a involucrarse en pequeñas bandas de pandilleros que lo alejaron de las buenas costumbres y le enseñaron a vivir de lo ajeno. Al poco tiempo, lo recluyeron en el Instituto de Menores de La Plata donde pasó varios meses. Era el inicio de una larga carrera delictiva.
Encarcelado
A los 17 años, Abel fue incriminado por dos intentos de homicidio y fue intensamente buscado por la policía. Un año después, la brigada de robos y hurtos de la policía federal, lo capturó por haber cometido cinco asaltos a mano armada.
Pasó varias semanas en el Instituto de Menores de Rosario de donde salió más avezado. El castigo, lejos de ser rehabilitador, resultó todo lo contrario. El joven ya se había convertido en un avezado delincuente.
– El diablo había puesto en mí, un sentimiento de odio e ira muy profundo hacia la policía y a todo lo que representara una autoridad- dice.
En 1989 fue nuevamente encarcelado acusado de tentativa de robo y homicidio debido a que había propinado una cruel paliza a un hombre que resistió un asaltado. Pese a su estado crítico, la víctima lo reconoció desde su lecho de enfermo.
Pasó otros ochos largos meses recluido en la cárcel de La Redonda en Rosario, y salió en libertad dueño ya de un frondoso prontuario y una fama delincuencial que lo hizo mucho más conocido y temido en los barrios bajos de la ciudad. Varios hampones se le unieron para formar una banda hasta que ocurrió el incidente del balazo en la espalda.
El milagro lo llevó a creer en Dios y se aisló en su casa por varias semanas, pero la tentación diabólica del delito pudo más. Volvió a las calles con mucha más ambición y menos escrúpulos que nunca.
Una noche iba caminando por una zona peligrosa de la ciudad y encontró a un loco portador del VIH que se inyectaba la droga con una jeringa sucia. Se inyectó también sin temor al contagio.
– La verdad, no me importaba nada – dice.
Héroe de barro
Cierto día de 1993, Abel fue llamado por un vecino, cuya hija, llamada Carolina, había sido secuestrada por una banda. Conocía a uno de los raptores, sabía que era un hampón feroz, pero se compadeció de su amigo. Tomó una ametralladora de 9 mm., se armó de valor y fue en búsqueda del secuestrador que estaba en una casa abandonada. Ingresó y encontró al tipo y a otro hombre ultrajando a la muchacha.
Logró rescatar a la joven víctima y ambos empezaron una amistad que luego se tornó en relación amorosa. Pero había algo más, la secuestrada había adquirido el virus del Sida como consecuencia de la violación.
Al cabo de dos años el tipo con el que había compartido la jeringa murió, pero Abel no había sido contagiado de puro milagro, como tampoco había adquirido la enfermedad a través de su pareja.
– Dios me ha librado de la muerte en varias ocasiones- refiere.
Promesa incumplida
Dos años después y debido a su difícil situación económica, el hombre incursionó en el tráfico de marihuana. Repartía la droga en Rosario y otras ciudades de Argentina. No pasó mucho tiempo hasta que la policía antidroga nuevamente lo capturó junto con otros implicados. Toda la banda quedó desarticulada y Abel fue condenando a cuatro años y medio de prisión efectiva en la cárcel De Devoto en la ciudad de Buenos Aires, considerada la peor del país. Aquel hombre había tocado fondo.
Ya en prisión, con la ayuda de un hermano cristiano conocido como ‘Evangelio’, acudió a un pequeño templo ubicado dentro del centro penitenciario. En aquel lugar Abel confesó sus pecados y se entregó a Dios.
Sin embargo, el Diablo volvió a tentarlo al poco tiempo. Cuando fue trasladado a la cárcel de la Unidad Penal N° 3 de Rosario, más conocida como ‘La Redonda’ y posteriormente a la Unidad Federal N° 8 en Formosa volvió a ser el mismo delincuente sin escrúpulos.
Entonces, perdió a toda su familia y cayó en un pozo depresivo. Constantemente se peleaba con otros internos que intentaban violarlo, no se bañaba por varios días y parecía un zombi. Sentía que su vida había terminado.
En 1999, salió en libertad con el objetivo de cambiar su vida y recuperar todo lo que había perdido. Sin embargo, sus impulsos delincuenciales pudieron más y volvió a acechar las calles. En esas idas y venidas conoció a su actual esposa, Elsa Argueyo, con la que tuvo dos hijos.
Por aquella época, Abel Ramón Morinigo Cabral, más conocido como “Elbeli”, asesinó a un conocido traficante de la ciudad de Rosario en Argentina, al que le robó más de 200 kilogramos de marihuana. Por este ajuste de cuentas, fue perseguido por una banda de delincuentes y policías coludidos en el tráfico del cannabis.
Al enterarse que su cabeza tenia precio y que sus enemigos podrían tomar venganza contra su esposa y sus dos menores hijos, comenzó a orar. Clamó al Señor y se entregó al Evangelio. Desde ese momento decidió abandonar la delincuencia, esta vez en forma definitiva.
– Una noche soñé con el Señor y me hablo de mis hijos, mi pecado y de mi desobediencia… Desde ese día supe que tenía que tomar una decisión y me decidí por Cristo- recuerda
Abel, quien ahora vive en paz con Dios y su familia, congrega en una iglesia evangélica en la ciudad de Formosa, Argentina.