Marcela Araneda Cerda era una adicta a la marihuana a tiempo completo. En su relato sereno de hoy, trata de recordar, sin mayor dolor, aquel tiempo que la atormentó, la deprimió y la puso al filo mismo de la muerte. Pretendió suicidarse, devorada por una depresión que le decía y le ordenaba desde su interior: mátate, mátate, mátate.
La droga fue algo normal en el entorno familiar de Marcela, su padre consumía marihuana en grandes cantidades, ante los ojos de sus propios hijos; pese a este comportamiento inapropiado, mantuvo la economía de la casa estable. Dedicado al comercio, junto a su esposa, educó seis hijos, aunque la violencia siempre se manifestó en forma de actitudes y palabras agresivas. Marcela lo recuerda como un tipo de arranques coléricos que debieron tener en la droga el combustible para esas explosivas actitudes.
Un contraste con el carácter dócil y tranquilo de su madre. Una mujer de alta tolerancia que se dedicó a proteger a sus hijos. La familia Araneda Cerda vivía en aquel tiempo en la comuna de San Miguel, a quince minutos del centro de Santiago de Chile. Marcela, tercera de seis hermanos, compartía el hogar junto a Cristian, Claudia, Mauricio, José Luis y Yanara. “Siempre recuerdo que mi padre fumaba marihuana”, rememora hoy.
“Al ver el ejemplo de mi padre, nosotros también empezamos a consumir marihuana desde temprana edad: mi hermano mayor, Claudia y yo. Al principio era a escondidas, pero cuando mi papá nos descubrió, nos dijo que podíamos hacerlo en la casa sin ningún problema”.
LA DEPENDENCIA
Después de un tiempo, Marcela se hizo dependiente de la droga y se fue transformando en una persona melancólica y depresiva. Aunque su padre siempre la llevaba y recogía del colegio se sentía sola y desconectada de todo. Muchas veces creía que en su propia familia apenas la querían. A los 18 años conoció a un chico, que empezó a enamorarla. Ambos empezaron una relación que tuvo como punto común su adicción a la marihuana.
Entre la droga y el alcohol ambos fueron transformando el amor en una convivencia de vicios y excesos. Llegaron a vivir juntos un año. Una época donde incrementó sus consumos. Ambos ingresaron a la universidad, él a estudiar aduanas y ella, educación básica. Parecían tener un proyecto de vida en común.
Ella buscaba una relación estable. Él buscaba nuevas experiencias. En ese proceso se vinculó con otras chicas. Diversas infidelidades que Marcela descubrió y tomó la dura decisión de separarse luego de tres años de noviazgo.
La decisión que adoptó marcó su vida: dejó la universidad en el segundo año, nunca más volvió; se sumergió en las drogas y el suicidio empezó a asomar con una frecuencia que ella misma toleró como nueva compañera de esa etapa. Tenía entonces 22 años.
Marcela vivió en esa situación cerca de medio año, adolorida por el desamor. Una amiga suya acudió en su auxilio, la aconsejó volver a salir, respirar aires nuevos y le ofreció contactarla con una empresa que buscaba personal para un centro de llamadas telefónicas. Pero había una sola condición, en el lugar tomaban exámenes toxicológicos cada seis meses. Debía estar limpia de drogas.
Aceptó el reto, dejó de consumir. Debía estar limpia seis meses para pasar el examen médico. Fue un tiempo complicado. Pasó de drogarse cada tres horas a cero de consumo. Surgieron cambios de estado de ánimo, alucinaciones, inapetencias. Su hermana y unas amigas acompañaron este proceso hasta llegar a cumplir ese desafío. Supo imponerse a esta nueva situación.
DIOS ASOMA
Paralelamente en su casa, los Araneda Cerda se habían mudado a la comuna de La Florida, sus padres habían iniciado un proceso de acercamiento a Dios. Varios hermanos y pastores visitaban a la familia. La primera en convertirse al Señor fue su hermana Claudia. Ella había llegado a la iglesia del Movimiento Misionero Mundial un año antes que Marcela inicie su proceso de limpieza toxicológica.
Claudia empezó a orar y ayunar por la salud de su hermana. Marcela pasó el examen e ingresó a trabajar en el centro de llamadas telefónicas. Estuvo un año allí hasta que los cuestionamientos a su vida se hicieron recurrentes. Extrañaba la droga, consumir hasta perder toda noción de realidad. Cada seis meses en el trabajo pasaba por exámenes toxicológicos.
Se sostuvo sin consumir por ocho meses, cuando un día recayó. Una vez más la marihuana atrapó su voluntad y la sometió. Sabía que sería descubierta y optó por renunciar. Era mejor dejar el lugar a ser despedida por drogadicta. Su hermana le predicaba, asistía a los cultos no con mucha frecuencia, pero apenas estaba sola encendía la marihuana que guardaba en su cuarto y se alejaba del mundo, de su familia y otra vez esa voz que decía: mátate, mátate, mátate.
Los cuestionamientos internos eran constantes, sentía que le fallaba al Señor, que acudía a los cultos, que oraba, pero en el fondo de su corazón no terminaba de entregarse a Dios. Volvía a la droga y por más que se sobreponía, siempre recaía. Siempre recordaba a la pareja en la que creyó que era para siempre.
Esa era su principal sufrimiento. En febrero de 2002, Marcela tenía todo planeado para quitarse la vida. El lugar, la hora y el modo, todo estaba planificado. Salió al patio de su casa e invocó al Señor. Lloró por largos minutos mirando al cielo. Todavía tenía una esperanza antes de tomar la fatal decisión.
– Señor, si tú eres real, ayúdame porque yo necesito que hagas algo en mi vida, quiero cambiar y no puedo, imploró.
Al día siguiente, su madre tocó la puerta de su habitación y anunció una visita: “te ha venido a ver la hermana Marina Rodas (suegra del pastor Gerardo Martínez)”. Marcela rechazó reunirse con ella, luego, su hermana Claudia subió, rogó e insistió en que la recibiera. Marcela se duchó, se cambió de ropa y aceptó la visita. La hermana Marina ingresó a su habitación, la saludó y dijo:
“Dios me ha estado inquietando para que te visite, tenía que hablar contigo”. Y empezó a orar por ella. – Sentí la presencia de Dios en todo mi ser- recuerda Marcela.
La hermana Marina comenzó a repetir, en oración, todo lo que Marcel le había pedido a Dios en la noche anterior. Marcela decía interiormente: “Dios es real, como ella sabe lo que yo le pedí al Señor”. Luego oyó que su visita se manifestaba en lenguas muy distintas. “Yo te vi ayer, cuando me pedías que te ayude, yo te puedo cambiar”, dijo en un momento la hermana Marina.
En ese instante Marcela se puso a llorar por más de una hora. En ese mensaje comprendió que Dios la amaba, que oyó su clamor, que escuchó ese ruego desesperado. Estaba por cumplir 25 años. La hermana Marina sostuvo una relación cercana con Marcela. Mucho tiempo después, antes de partir a Colombia, su país de origen, ella le obsequió un libro del pastor Luis M. Ortiz titulado: “Irán Andando y Llorando” con una dedicatoria que decía: “sigue adelante, andando y llorando”.
EL CAMBIO
Dios marcó el corazón de Marcela, aceptó resueltamente cambiar de vida, pero aún tuvo recaídas con la droga. Era muy fuerte su adicción. La tentación la perseguía. Pero un 18 de setiembre de 2002, durante una confraternidad del MMM, decidió cortar con todo. Oró, ayuno y se entregó de corazón. Al año de convertida se bautizó.
-Tardé en salir de las drogas, pero Dios me liberó, me escuchó, me transformó- dice victoriosa.
En 2005, Marcela conoció a quien sería su esposo, Néstor Salazar. Él llegó a su casa cuando en ese momento era un campo blanco. Durante una Convención Nacional en Perú surgió una mayor cercanía. En marzo de 2006 contrajeron matrimonio.
Durante cinco años de casados estuvieron sin tener hijos. Al sexto año, luego de un tratamiento, quedó embarazada, pero perdió al bebé. Tenía entonces 34 años. Marcela se puso a orar hasta que el Señor respondió a su pedido: “Vas a tener tu hija”.
Pasó un tiempo y nació su primera hija Abigail y luego, dos años después, Maité. “¿Cómo pudiste quedar embarazada si tenías quistes?”, preguntaban los médicos.
Era la muestra del milagro de Dios. Marcela se ha mantenido firme y cada vez más convencida del poder de Dios, pese a las grandes pruebas que debió afrontar, como la muerte de su hermana Claudia en un accidente automovilístico. Hoy, a sus 42 años, es líder de damas en la iglesia central del MMM en Santiago de Chile.