En la sala de terapia intensiva del Hospital General San Juan de Dios, en la ciudad boliviana de Oruro, Andrés Junior Marconi se encontraba entre la vida y la muerte; su cuadro clínico era altamente preocupante, los médicos le daban pocas esperanzas de vida, el mortal virus de la COVID-19 había afectado gran parte de su sistema respiratorio y su saturación decaía hasta llegar límites increíbles por debajo de los 40.
La familia agotó todas las opciones que tenían para salvarlo. En ese momento, la pandemia arrasaba hogares, los hospitales colapsaban, el oxígeno, único elemento vital para mantener la vida, escaseaba y su precio se triplicaba o cuadruplicaba.
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