En mi experiencia personal, desde mi niñez, Dios comenzó a tratar conmigo. En el culto familiar mi madre me ponía a su lado izquierdo y a su lado derecho colocaba a mi hermano mayor, nos tomaba de las manos y oraba: Señor yo te entrego a mis dos hijos y haz de ellos obreros tuyos.
Cuando tenía nueve años de edad ya tenía conciencia de todos los sufrimientos, luchas y lágrimas por las que pasaban mis padres, los cuales eran pastores. Dentro de mí yo decía: Señor, conmigo no cuentes para tu Obra, toma a mi hermano mayor.
A pesar de mi oración me mantenía activo en la Iglesia que pastoreaban mis padres, pues llegué a ser maestro de niños a los 12 años de edad y a los 17 años fui maestro de jóvenes.
En cada culto que había un mover especial del Espíritu Santo, mientras muchos se gozaban, yo lloraba de tristeza, pues a los nueves años le dije al Señor que mejor muerto antes de ser pastor.
Dios me había dicho: Te necesito. Y cuando Él llama no se olvida.
Ingresé al ejército y fui a un campo de batalla en Corea, a los tres meses y medio de estar allí hubo una ofensiva masiva de los chinos quedando atrapadas y aisladas las tropas de las Naciones Unidas y de los Estados Unidos. Realmente mi vida corría peligro, pero el Señor me guardó.
Quedamos tres compañeros, durante tres días sin agua ni comida. En el día permanecíamos escondidos y en la noche salíamos para tratar de llegar donde estaba el resto de los compañeros. A pesar de la situación no le pedía al Señor que me salvara, porque dentro de mi corazón había algo que me decía: Si pides misericordia tienes que rendirte y aceptar el llamado de Dios.
En nuestro caminar encontramos una línea de camiones y entre ellos iban puertorriqueños a los cuales me dirigí pidiéndoles alimento, pues hacía tres días que no ingeríamos nada. Estos contestaron mejor es un soldado muerto que dos, porque nosotros vamos para el frente de batalla. Sin embargo, nos enviaron en un camión a buscar alimentos a Seúl, carretera tortuosa entre montañas. Después de una hora de camino hubo una explosión. Sólo recuerdo que volé por el aire y estuve siete días inconsciente en un hospital de Seúl.
En mi interior el Espíritu Santo me reclamaba y me decía: Te necesito. Y le dije: No cuentes conmigo. Mi condición era crítica tenía el lado derecho de la ingle destruido, el fémur destrozado, la vejiga perforada, la uretra separada de la vejiga y la espina dorsal afectada, sin embargo continuaba diciendo: No cuentes conmigo para el pastorado.
Luego fui trasladado de Seúl, Corea, a Japón para ser intervenido quirúrgicamente por segunda vez. Después me llevaron a una sala, cerca de la nevera del hospital, allí colocaban los muertos. Pude observar que mi camilla estaba enfilada hacia la nevera. Llegó la noche y tuve que hacer vigilia, pues si me dormía podían pensar que había muerto.
Pasé tres días en aquel lugar y luego decidieron trasladarme a los Estados Unidos de América. Me llevaron a las 7 de la mañana en una litera hasta la pista del aeropuerto de Japón y no fue hasta las 7 de la noche que llego el avión. Éramos 225 heridos, pero yo era el más grave. A las tres horas de vuelo el avión comenzó a presentar problemas, pues se iba de picada. A todos los heridos le pusieron los chalecos salvavidas, pero a mí me inyectaron y quede dormido. Realmente estaba sufriendo mi necedad, ya que le había dicho al Señor: No cuentes conmigo.
Debido a la avería el avión tuvo que aterrizar forzosamente en unas islitas cerca de Hawái. Yo iba casi muerto cuando desperté, ya el avión despegaba rumbo a los Estados Unidos. Tuvimos que aterrizar nuevamente, esta vez en Hawái, en esta ocasión yo estaba con una hemorragia profunda. Allí me esperaba una ambulancia que inmediatamente me llevó a la mesa de operaciones. Estuve un día en recuperación para seguir viaje a California y allí otra vez fui a la mesa de operaciones. Definitivamente la misericordia de Dios era quien me sostenía. Después de un tiempo en California me trasladaron a San Antonio, Texas, y nuevamente me llevaron a sala de operaciones. A pesar de todo lo que me sucedía, no clamaba a Dios porque en mi interior solo había una respuesta: Señor, no cuentes conmigo.
Pase un año hospitalizado, de mí solo quedaba hueso y piel. Tuve seis operaciones, pero mi condición seguía crítica. Una vez traté de leer la Biblia y cuando la abrí el Señor me llevó a Jeremías. Entonces mi corazón comenzó a latir aceleradamente, cerré el Texto Sagrado y continuaba diciéndole al Señor: No cuentes conmigo.
Llegó la navidad del año 1951 eran las 10 de la mañana y vinieron los médicos a tomarme las medidas de mi cuerpo. Los médicos se fueron y quedó conmigo el Mayor Chanon, éste me indicó que me iban a preparar para trasladarme a la base de Aguadilla, en Puerto Rico, para que compartiera con mis familiares y amigos. Más tarde regresaría para continuar con otro tratamiento y para ser intervenido quirúrgicamente.
En esos días me retiraron todos los antibióticos, ya que estaba inmune a los mismos. Esto trajo como consecuencia una descomposición en mi cuerpo, me estaba pudriendo.
Los médicos al ver mi condición decidieron, en aquella cama, sin anestesia hacerme la séptima operación. Todavía quedaba otro tratamiento. Si esto no funcionaba iban a pegarme el brazo izquierdo al abdomen porque esto produciría tejidos de piel. Cuando el médico me explicó todo el proceso, entre en un estado de temor y, pensé que de esto no me salva nadie. Mi condición era triste, pues estaba postrado en una cama y paralizado de la cintura hacia abajo. Lo último que el médico me dijo era que si esto no resultaba tenía que extirparme la vejiga.
Fue entonces que medité profundamente en el Señor y le dije: Me rindo, si Tú no permites que los médicos tengan que intervenir conmigo una vez más, yo me rindo incondicionalmente para hacer tu voluntad como sea, donde sea, y cuando sea, pero sáname.
Me rendí al Señor el 14 de diciembre de 1951, le entregué todas mis metas y aspiraciones. Al próximo día no apareció ningún médico, ni enfermero y no tenía antibióticos. El 16 de diciembre llegó el Mayor Chanon, los siete especialistas y un enfermero a visitarme. Cuando retiraron los vendajes encontraron que estaba completamente sano. Dios había escuchado mi oración y había extendido su mano sanadora sobre mi cuerpo. ¡Aleluya!