El pueblo de Israel quería asemejarse a las demás naciones tanto en el aspecto religioso como en el político. De una parte, pues, decidieron abandonar a Jehová para tornarse hacia los dioses paganos. Y de otra parte, desecharon también a Dios como soberano, y pidieron a Samuel que les constituyera un rey como las demás naciones; o sea, optaron por pasar de un régimen de gobierno teocrático a un régimen monárquico (1 Samuel 8:5-22).
El cambio político engendró en la nación un decrecimiento religioso, moral y las guerras intestinas y civiles. A la muerte del rey Salomón se agudizó este problema, hasta que exacerbó por completo con la división de los reinos del norte y del sur (cuyas capitales fueron, respectivamente, Samaria y Jerusalén).
Las guerras nacionales engendraron, a su vez, nuevas alianzas con los pueblos paganos e impíos. El rey Omri de Israel hizo alianza con el rey de los Sidonios; la cual alianza se concretizó mediante el matrimonio de su hijo Acab con Jezabel (1 Reyes 16:32). Aquella mujer no era idónea, sino sidonia; y era muy celosa de su dios, Baal.
Elías empezó su ministerio profético, y entró a la corte de Acab para entregar la palabra del juicio divino: “Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy, que no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi Palabra” (1 Reyes 17:1). Seguramente, algunos creyeron que se trataba de una locura, ya que Elías vestía y hablaba de forma excéntrica, pero la Palabra de Dios permanece para siempre, y no caerá en tierra sin cumplirse. Según la profecía de Elías, no llovió en Israel durante tres años consecutivos (1 Reyes 18:1).
La sequía provocó hambruna en la tierra, pero Dios protegió a Elías, y le sustentó en medio de la crisis: le proveyó agua del arroyo de Querib y carne por medio de unos cuervos. Luego, cuando se secó el arroyo, Dios lo envió a una viuda en Sarepta; y con apenas un puñado de harina y un poco de aceite, sobrevivieron el profeta, la viuda y el hijo de ésta durante el período de sequía. ¡Ciertamente, nada es imposible para Dios y Él honra a los que le sirven!
En el encuentro de Elías y Acab reseñamos dos ascensos al monte Carmelo por parte de Elías: para reunirse con los sacerdotes de Baal, y salir airosamente; y luego, retirado solo en oración con su siervo a la espera de la lluvia. (1 Reyes 18:34-37).
El profeta, en cuanto a él, se fue por su lado; y ascendió por segunda vez al monte Carmelo para orar y buscar el rostro de Dios. Mientras tanto, envió a su siervo a auscultar el cielo, para ver si éste veía alguna señal de la lluvia venidera.
Cuando el siervo le indicó que no veía nada, Elías lo envió a realizar la misma tarea siete veces más. Mientras tanto, él seguía clamando y confiando en la Palabra que Dios le había revelado. La espera del cristiano es una espera segura, y no una espera al azar. El que siembra sabe esperar el fruto de su trabajo, porque sabe que éste es tan seguro como que la semilla encierra vida en ella.
En nuestra vida cristiana muchas veces nos sucede esto: queremos que las cosas lleguen de inmediato, lo que hemos sembrado lleve fruto de inmediato, y nuestra propia impaciencia echa a perder el trabajo que hemos llevado a cabo. La confianza del hombre va acompañada de paciencia y de fe. Elías no se dejó influenciar por el discurso negativo del siervo incrédulo, sino que lo alejó de él. También nosotros tenemos que aprender a alejar de nosotros y acallar las voces negativas que intentan socavar nuestra fe y nuestra confianza en el Dios Todopoderoso. Nuestra concentración debe de estar puesta en Dios, y no en los hombres.
La confianza y la fe cambian la visión que tenemos de las cosas que nos rodean. A la séptima vez, el siervo de Elías vio una nube pequeña como la palma de la mano, o sea, algo insignificante de improbable. En cambio, Elías vio la gran lluvia de Jehová que asomaba: “Yo veo una pequeña nube como la palma de la mano de un hombre, que sube del mar. Y él dijo: Ve y di a Acab: Unce tu carro y desciende, para que la lluvia no te ataje. Y aconteció, estando en esto, que los cielos se oscurecieron con nubes y viento, y hubo una gran lluvia (…) Y la mano de Jehová estuvo sobre Elías, el cual ciñó sus lomos, y corrió delante de Acab hasta llegar a Jezreel” (1 Reyes 18:44-46).
Para el planeta tierra, la lluvia significa vida y toda clase de bendición: permite que la vegetación crezca y produzca fruto, y que el corazón de los hombres se alegre. En el ámbito espiritual, nos habla también de purificación, de limpieza, de refrescamiento espiritual, de vivificación, de crecimiento y de poder. Es hora que la lluvia de Dios caiga sobre su Iglesia, que salgamos del desierto espiritual en el cual nos hallamos errando desde hace años.
Cuando la lluvia celestial desciende sobre nuestras vidas, el desierto de la desolación se transforma en oasis, y nuestras reservas espirituales se llenan para que vayamos de poder en poder: “Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente, cuando la lluvia llena los estanques. Irán de poder en poder; verán a Dios en Sion” (Salmo 84:6-7).
Dios ha prometido mandar lluvias de bendición sobre Su pueblo, las cuales harán fructificar nuestras vidas, y Su Palabra es fiel y verdadera: “Y daré bendición a ellas y a los alrededores de mi collado, y haré descender la lluvia en su tiempo; lluvias de bendición serán” (Ezequiel 34:26).
¿Estará el terreno de nuestros corazones receptivos y dispuestos a asimilar los cambios que provocará la lluvia de Dios en nosotros? ¿Seremos canales de bendición para otros cuando esto suceda? Dice la epístola a los Hebreos: “Porque la tierra que bebe la lluvia que muchas veces cae sobre ella, y produce hierba provechosa a aquellos por los cuales es labrada, recibe bendición de Dios; pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser maldecida, y su fin es el ser quemada” (Hebreos 6:7-8).
Que Dios derrame su lluvia de bendición y de purificación sobre cada persona que le busca. Amén.