Por Steven López / Fotos: ARCHIVO FAMILIAR
Desde los cinco años Gustavo Oropeza comía en la calle, pero no en restaurantes o mercados. Sino que buscaba su sustento diario entre los desperdicios de los tachos de basura. Y lo hacía porque no tenía a nadie que lo pudiera alimentar como corresponde a un niño. Vivía en completo desamparo moral y material.
Había nacido en el municipio de Villazón, departamento de Potosí, Bolivia. Su padre se llamaba Porfirio Luna, al cual nunca conoció porque desapareció antes de su nacimiento, y su madre Nelsi Oropeza, quien lo abandonó a los dos años para enredarse con diferentes hombres. Producto de esa vida de pecado, tuvo tres hijos de diferentes parejas.
La abuela materna y un tío se hicieron cargo de él mientras tuvieron lucidez, pero la frágil protección desapareció pronto. Ambos se hundieron en el alcoholismo y el poco dinero que obtenían pidiendo limosna lo gastaban para comprar licores de dudosa calidad. Tomaban todos los días y dormían en cualquier lugar olvidándose completamente de la alimentación.
Con el estómago vacío, el niño no tuvo más alternativa que salir a las calles para recoger lo que pudiera. Los vecinos de la zona se apiadaban de él y le regalaban algo de comida. Cuando llegaba a casa, dormía imaginando que su madre llegaría en cualquier momento y lo cuidaría. Pero todo era solo ilusión.
Aprovechando su necesidad y soledad, un primo mayor usó artimañas para abusar de Gustavo que, en esos momentos, tenía apenas cinco años. Le ofreció alimentos y dinero y, a cambió, exigió satisfacer sus bajos instintos. La agresión produjo al niño un tremendo resentimiento que crecería con los años.
La enfermedad de la abuela y el tío se agudizó fatalmente. Desaparecían de la casa por días. Hubo ocasiones en que el niño tuvo que salir a buscarlos y los encontraba embriagados y tendidos en las calles. A pesar de su corta edad se las ingeniaba para llevarlos de vuelta a la precaria vivienda donde vivían.
En cierta ocasión llegó una tía a la casa. Al contemplar el abandono en que vivía, decidió llevarlo a la casa de su madre. El niño se llenó de alegría al saber que conocería a su progenitora y sería recibido con mucho amor por parte de ella. Se equivocó.
ENCUENTRO CON MAMÁ
Al ver al hijo que había dejado a los dos años de edad, Nelsi, lejos de apiadarse, montó en cólera. Recriminó de fea manera a la tía argumentando que no tenía tiempo, ni lugar para mantenerlo.
– Para qué lo has traído. Vas a arruinar mi vida –le dijo.
Las duras frases de la madre calaron hondo en el corazón del pequeño. El rencor creció aún más en él. Pese a todo, luego de la fuerte discusión, se quedó en casa.
Gustavo convivió con un hermano de 11 años que lo sumergió en el mundo de las drogas. Por otro lado, la relación madre e hijo no funcionaban. Peleaban a diario y ella lo golpeaba constantemente. Cansado de la situación que vivía, el muchacho decidió huir del hogar a los doce años. Comenzó a vivir en la vía pública, dormir en cualquier lugar y comer lo que encontraba. Deambulando por calles y avenidas conoció a otros muchachos, que lo indujeron al robo y a la vida fácil. A su corta edad ya frecuentaba los burdeles de la zona.
Las drogas, el alcohol y las mujeres se convirtieron en parte de su vida licenciosa. Mantenía relaciones sexuales con diferentes mujeres sin el cuidado necesario, pese a que era consciente de la terrible enfermedad del sida, pero no le importaba.
Empezó a trabajar en los burdeles, bares y discotecas y a ganar dinero que dilapidaba con rapidez. Fue allí donde conoció a su esposa, Gabriela Méndez, quien también tenía una vida difícil.
HISTORIA REPETIDA
Gustavo embarazó a Gabriela pronto, situación que debió haber cambiado sus vidas. Sin embargo, no ocurrió de ese modo. Al contrario, repitió la historia suya, abandonó a su mujer y al recién nacido para seguir en sus vicios.
Una de esas noches de perdición, mientras bebía en grandes cantidades, vio que un hermano suyo entró al bar. Convertido a temprana edad, este joven venía a rescatarlo.
–¿Por qué no buscas a Dios?, mira cómo estás viviendo –le dijo.
La frase conmovió el duro corazón de Gustavo. Salió del bar decidido a cambiar su vida y ser padre ejemplar. Buscó a Gabriela y le pidió una oportunidad. Ella aceptó. Sin embargo, la tranquilidad en la familia se terminó rápidamente. Él comenzó a escuchar unas voces que le provocaban intranquilidad y ansiedad. “Tienes sida, mira con todas las mujeres que has estado”, escuchaba varias veces al día y ello le producía un fuerte dolor de cabeza.
Los problemas conyugales se tornaron insoportables, lágrimas y dolor reinaban en su hogar. Discutían todos los días y, en varias ocasiones, él terminó golpeando a la mujer. Su hijo, que apenas tenía cuatro años, trataba de defender a la madre y también terminaba castigado.
La necesidad de encontrar una cura para su enfermedad, lo llevó a buscar médicos, psicólogos y hasta brujos. Ninguno pudo atenuar las voces en su cabeza. “Tienes sida, vas a morir y tu hijo también tiene esa enfermedad. Mereces morir”, le repetía.
Los analgésicos que ingería lograban calmar por algunos momentos los fuertes malestares que sufría. Un día entró a un centro farmacéutico para comprar medicinas y la mujer que despachaba atinó a decirle unas palabras que él rechazó, pero que no olvidaría.
–Cristo te ama. Él te puede ayudar –le dijo.
Entre sorprendido y molesto, el muchacho contestó de manera altisonante a la mujer.
–Cuando yo lo necesite, lo buscaré; pero como no lo necesito, no lo voy a buscar –dijo.
Días después fue a visitar a su abuela, la única mujer que le había mostrado cierta ternura, a pesar de su alcoholismo. Ella estaba grave, sufría una cirrosis avanzada y era imposible pensar en una salvación.
Con los ojos llorosos y el alma dolida, Gustavo corrió hacia la farmacia en búsqueda de la mujer que le había anunciado el mensaje salvador. Ella lo vio entrar desesperado y, luego de escucharlo, lo invitó a doblar sus rodillas y entregar su vida a Dios.
Al terminar la oración, Gustavo experimentó una paz que no había sentido nunca. La muchacha lo invitó a la iglesia en que participaba. Él aceptó. Sin embargo, los dolores de cabeza persistían, las peleas en casa continuaron y su corazón tenía mucho rencor.
Cansado de los dolores de cabeza, y sus temores de tener sida, acudió a un centro médico para hacerse un despistaje de VIH, pero antes hizo una promesa a Dios.
–Si Tú me sanas, yo te voy a servir con todo mi corazón– prometió.
Los análisis tardaron en salir. Más de una semana después, regresó al consultorio y recibió una noticia feliz: no tenía sida. Regresó a su casa y compartió los resultados. Toda la casa se llenó de alegría. En la noche fueron al templo para agradecer el milagro recibido.
El hermano menor de Gustavo, al verlo ingresar a la Casa de Dios, se quebró y empezó a orar, pidiendo a Dios que lo ayudará.
El mensaje del predicador conmocionó a Gustavo. Él y su esposa pasaron al altar. Durante la oración un fuego recorrió sus cuerpos. Dios cambió a ambos, pero, sobre todo, a Gustavo; todo odio, resentimiento y amargura se esfumó.
EL ARREPENTIMIENTO DE MAMÁ
En la ciudad de Yacuiba, la madre de Gustavo estaba pasando por una experiencia similar con Dios. Ella empezó a escuchar las prédicas transmitidas por radio Bethel; cada mensaje impactó su corazón y la hizo caer rendida a los pies del Salvador. Después de algunos meses, Nelsi llamó a su hijo para pedirle perdón por el daño que le había ocasionado.
No pasó mucho tiempo y Gustavo visitó a su madre para contemplar el cambio. Sin embargo, al llegar a la casa, los dolores en su cabeza se presentaron.
Nelsi se encontraba conversando con el pastor Santiago Guaji. Al ver la situación del joven, el pastor oró por él y la presencia de Dios cayó en el lugar, sanándolo por completo del dolor de cabeza que padecía.
Su madre siguió congregando fielmente en la iglesia y al cabo de un tiempo bajó a las aguas del bautismo, ceremonia a la que asistieron todos sus hijos.
No pasó mucho tiempo y Gustavo se mudó con su familia a la ciudad de Yacuiba. En menos de diez meses, comenzaron a trabajar a tiempo completo en la Obra de Dios y predicaban la Palabra en las calles, avenidas y bares.
La familia Oropeza ahora es feliz. Toda enfermedad, odio y rencor se fue, gracias a Dios. Desde hace cinco años, él, su esposa y sus tres hijos predican las buenas nuevas en el departamento de Tarija, provincia de Entre Ríos, Bolivia.